“El jefe de ese partido (de los comunistas) es Karl Marx. Como esposo y padre de familia, y, a pesar de su carácter generalmente indómito e intranquilo, Marx resulta el hombre más dulce y pacífico. Vive en una de las casas más miserables, y en consecuencia también más baratas de Londres. La vivienda consta de dos habitaciones; el salón tiene vista a la calle, mientras el dormitorio da a la parte trasera. En todo el piso no puede encontrarse el menor rastro de mueble limpio y bueno; todo está gastado, roto y deshecho. Por doquier se acumula polvo y reina el máximo desorden. En el centro del salón se encuentra una enorme mesa, como la de nuestros abuelos, cubierta con un mantel de hule. Sobre él se encuentran sus manuscritos, libros, diarios, así como los juguetes de sus niños, los trapos de la costura de su esposa, luego algunas tazas de té con los bordes desportillados, cucharas, tenedores y cuchillos sucios, lámparas, tinteros, vasos, pipas de barro holandesas, cenizas de tabaco; en resumidas cuentas: toda esta diversidad de objetos bien mezclada y en una sola mesa… Cuando se penetra en el domicilio de Marx, los ojos se le nublan a uno de tal forma por el humo del tabaco y la antracita, que en los primeros momentos se ve obligado a caminar a tientas, como si se entrara en una cueva, hasta que la vista se va acostumbrando paulatinamente a la oscuridad y va adivinando los objetos a través de la neblina… Siempre reciben al visitante con la máxima amabilidad, ofreciendo con cariño pipa, tabaco y lo que haya. Una ingeniosa y agradable conversación suple todos los defectos hogareños y hace soportables todas esas molestias De esta forma uno se reconcilia con las citadas personas, encuentra interesante su círculo, incluso original. Ésta es la imagen fiel de la vida familiar en el barrio del Soho del jefe comunista Marx”. Tal era el informe sobre el domicilio en el Soho londinense de un espía de la policía secreta de Prusia confeccionado en 1852, seguramente por un coronel de origen húngaro, un tal Bangya. Hasta la Gran Bretaña llegaban los largos brazos de los servicios secretos de Alemania, más o menos cuando se realizaba el juicio público contra los comunistas en Köln. Así describía la dura vida de los exiliados políticos arrojados por la reacción. Londres en la década de 1840 era, con Bruselas y Ginebra, la capital por defecto del exilio político después del fracaso de las revoluciones europeas de 1848. Se la consideraba un santuario, superior a Ginebra (Bruselas siempre fue considerada una ciudad de paso), debido a la seguridad y a la gran libertad de la que gozaban los exiliados revolucionarios. París lo era, pero debido al gobierno tiránico de Luis Felipe, dejó de serlo por mucho tiempo. Marx llegó a Londres en 1849 y en el barrio de Soho ya funcionaba la “Sociedad Educativa de Trabajadores Alemanes”, Deutsche Bildungs-Gesellschaft für Arbeiter (aunque cambió de nombre muchas veces), desde 1840 (en la Great Windmill Street, no lejos de Piccadilly Circus), fundada y dirigida por Karl Schapper para organizar y ayudar a los emigrantes y además cubrir el trabajo de la secretísima “Liga de los Justos” hasta 1847 y luego la famosa “Der Bund der Kommunisten”. Schapper llegó a Londres también expulsado de Francia (allí editaba el periódico “Vörwarts¡”, donde escribió Marx) y por medio de la asociación intentó reunir a todas las agrupaciones existentes, tratando de internacionalizarla incluyendo a otras nacionalidades de trabajadores emigrantes. Los “Justos” de Londres tenían excelentes relaciones con el Chartism agrupado en torno a Owen y su órgano masivo de prensa, “The New Moral World” (en el cual escribió Engels), al igual que con las organizaciones francesas (la mayoría “cabetistas”). En el local se leyó el “Manifiesto Comunista”; allí Marx realizó un Curso de Economía Política como conferenciante; allí también se partió la unidad de los emigrantes alemanes por diferencias políticas entre el grupo Willich y el de Marx y Engels (el Comité de Bruselas).
Aunque la primera casa familiar de los Marx fue en King’s Road, Chelsea, por emergencia económica debieron pasar por el “German Hotel” en Leicester Square (un lugar de tránsito de refugiados políticos de todas las revoluciones fallidas en Francia, Italia, Austria y Alemania); finalmente se instalarán en el barrio del Soho, en la calle Dean. Primero en el número 64, luego por seis años en el 28, planta alta (dos cuartos amueblados, subarrendados al escritor irlandés Morgan Kavanagh, quien a su vez se lo alquilaba a un rico comerciante en encajes judío), una vivienda ya desaparecida (en la planta baja existe hoy un restaurante muy conocido, el “Leoni’s Quo Vadis”). Era una casa “Georgian style”, construida en 1735, bajo un contrato por 65 años hecho por la familia Portland a John Nolloth, carpintero. Según testimonio de Wilhelm Liebknecht (padre de Karl, el espartaquista), Dean Street era “una pequeña vivienda que en realidad estaba formada sólo por dos habitaciones: la antesala o recibidor, que hacía las veces de sala de visitas y trabajo, y el cuarto posterior, que servía para todos los demás menesteres”. Allí desde 1967 figura una placa azul conmemorativa colocada por el Greater London Council con una inscripción incorrecta: “Karl Marx, 1818-1883, lived here 1851-1856”. En realidad debería decir 1850-1856. Éste es el único lugar en todo Londres donde se recuerda los treinta cuatro años de vida londinense de Marx. Según el censo de 1851 había en total viviendo 13 personas (aparte de Marx y Kavanagh, un sastre italiano), una cifra que para ese tiempo y lugar no era extrema. En el mismo censo aparecía como “Charles Mark, Doctor (Philosophical Autor)”. El Soho era un distrito cosmopolita, el favorito de los exiliados franceses, italianos, húngaros, alemanes y polacos, las cinco nacionalidades que formaban la Grande Armée de los refugiados. Entre los italianos era Mazzini el jefe reconocido y sin rival. Los húngaros reconocían la jefatura de Kossuth Lajos; los polacos la de Worcell. Los franceses estaban divididos entre Louis Blanc (que visitó a Marx en Dean Street) y Ledru-Rollin. Los alemanes, dispersos y desunidos en la patria como en la diáspora, no tenían ningún líder aceptado para su numerosa colonia. La mayoría trabajaba en la industria del “Catering”, como camareros, cocineros y empleados de los muchos pub’s y locales gastronómicos de la zona.
De su casa en la calle Dean (el "viejo Cuartel General", como le llamaban) en el Soho Quarter, Marx tenía un corto recorrido hasta el barrio de Bloomsbury (si, el del famoso grupo de intelectuales del siglo XX: Woolf, Strachey, Keynes), donde se encontraba el British Museum (hoy British Library). Seguramente caminaría por la calle Dean hasta girar por la calle Oxford, en aquellos momentos adornada de largas lámparas instaladas en la década de los ’40 en las tiendas más importantes (lámparas que apedreaba en sus salidas con Edgar Bauer). En seguida llegaría a la Great Russell Street, donde se encontraba la vieja entrada, la Montagu House. Era la sede del British Museum, institución creada en 1753, nombrada museo en 1759 y que, en sus inicios, fue sede de la librería de los Reyes de Inglaterra. Thomas Carlyle dijo en un raro elogio que era “una biblioteca realmente excelente, donde uno puede leer”. Como muchas instituciones anglosajonas se desarrolló gracias al azar. Un acaudalado médico londinense, Sir Hans Sloane, ofreció en su testamento en 1753 su inmensa biblioteca privada sobre botánica y zoología a precio de costo para la Nación. En realidad, eran 80.000 objetos, su herbario y su biblioteca para el rey George II, para el British People, a cambio de la suma de 20.000 libras para sus hijas. El parlamento empobrecido realizó una rifa y los recursos obtenidos fueron para comprar la biblioteca privada de Sloane y fundar una institución que albergara esa colección y otras donaciones que provenían de los monasterios suprimidos en la Reforma. En sus comienzos el British Museum no era un lugar agradable y sus fondos dependían de regalos. Los originales bibliotecarios, médicos y clérigos, consideraban a los lectores profanos una molestia necesaria. La primitiva Montagu House tenía pequeñas salas de lectura para escolares, pero con la adquisición en 1823 de la gigantesca colección libresca del rey George III (a George IV le interesaban más las mujeres) y en 1824 de una inmensa colección de pinturas y restos arqueológicos. Las autoridades acometieron una ampliación majestuosa y colosal, que tardó en completarse treinta y cuatro años. Por la Copyright Act de 1842 cada copia de libro, revista, diario, panfleto publicado en Gran Bretaña debía ser depositada en el British Museum. El Keeper de los libros impresos, un italiano revolucionario exiliado, Antonio Genesio Maria Panizzi, nombrado en 1837, expresó una meta ideal para la biblioteca: “esta biblioteca, esencialmente británica, debe orientarse especialmente a coleccionar trabajos británicos y relacionados con el Imperio Británico, su historia religiosa, política, literaria y científica, sus leyes, instituciones, comercio, artes, etc. Cuanto más raro y costoso sea un trabajo de este tipo, mayores esfuerzos deben hacerse para conseguirlo para la biblioteca”. Panizzi insistió en cumplir las leyes de depósito que los editores esquivaban con descaro. Consiguió del parlamento diez mil libras al año para la compra de libros. Usó la idea del “Scout”, utilizando a Vermonter Stevens, un norteamericano que había viajado a Londres para comprar libros destinados a bibliotecas de los Estados Unidos, lo contrató para regresar y “barrer América para nosotros, tal como has barrido Londres para América”. El italiano mejoró las instalaciones físicas y el personal, de modo que fueran adecuadas a la colección que pensaba reunir: una que no sólo poseyera todos los libros impresos por ingleses o en inglés o relacionados con Inglaterra, sino que incluyera también “la mejor colección de cada lengua fuera del país original de esa lengua”. También fue idea de Panizzi la de una ampliación, el famoso Reading Room en forma de cúpula luminosa. Y poseer un catálogo actualizado y de fácil uso. Thackery le escribió a Antonio Panizzi desde París a propósito de su experiencia en la Bibliothèque Nationale en 1850: “las instalaciones son de una calidad tan inferior a las del British Museum que la comparación está fuera de lugar. El catálogo que se consulta es el bibliotecario, a quien, por más conocedor que sea, no se le pueden hacer muchas preguntas… Si quisiera escribir sobre un tema francés, por ejemplo la Revolución Francesa, iría a Londres a buscar información en vez de buscarla aquí, donde en lugar de un catálogo debo confiar en la memoria y accesibilidad (ambas muy buenas) del bibliotecario”.
El resultado, que Marx pudo ver y usar, fue la sala de lectura más famosa de Occidente, que llegó a tener casi un millón de lectores por año. La nueva librería fue inaugurada en 1857, cuando la familia Marx ya estaba en mudándose a los suburbios londinenses. Uno de los primeros lectores ilustres del British fue Étienne Cabet, quién leyó y anotó como base a su famoso ensayo utópico “Voyage en Icarie” (el libro que contenía las máximas de "a cada cual según sus necesidades") en 1834. Carlyle (que irónicamente decía que el British Museum estaba lleno de personas en estado de imbecilidad leyendo), Thackeray, Dickens, Mazzini, Ruskin, pasaron por sus escritorios y al propio Marx, uno de sus lectores más diligentes, le siguieron Gladstone, Shaw, Kropotkin, Gandhi, poetas como Swinburne o Yeats e incluso Chesterton y Lenin (“la sección de economía es particularmente completa… porque son comerciantes. Tienen que negociar con Rusia y, para ello, tienen que conocerla”, confesaba Ulianov). Una impresión duradera de la nueva Reading Room es la opinión de Hippolyte Taine, el escritor e historiador francés, que trabajó en 1859: “la librería contiene más de 600.000 libros: se encuentra una descomunal Reading Room, circular y coronada por una cúpula, de tal forma que ningún lector le falta luz en sus ojos. Las estanterías en su alrededor están llenas de libros de referencia, diccionarios, colecciones de biografías, clásicos de todos los campos, muy bien acomodados , en las cuales uno puede consultarlas en el momento. Además, en cada mesa, hay un pequeño mapa o plano para mostrar el orden y posición de estos libros. Cada escritorio está aislado. No tienes nada sólo la madera de tu escritorio sobre tus ojos… las sillas son de cuero, y los escritorios están cubiertos de cuero también; todo en muy buen estado y limpio. Dos plumas en cada escritorio, un tintero y un repuesto de acero… hay un lugar para señoritas muy bien pensado…”. La única luz natural para leer provenía del domo. Es posible que ya a partir de las cuatro de la tarde faltara la luz con suficiente claridad para leer. Más temprano en invierno o si se presentaba niebla, cosa muy común en la Londres victoriana, como nos lo recuerda Dickens en su “Bleak House”: “Nieblas por todas partes… Niebla en los ojos y en la garganta… aquí y allá asoma en las calles la luz del gas por entre la niebla, como pudiera ver asomar el sol desde los campos esponjosos el labrador y el peón del arado… pero la cruda tarde es aún más cruda, la densa niebla es aún más densa”. En 1880 fue instalada una iluminación eléctrica, pero fallaba con frecuencia.
¿Cómo era su método de trabajo en esa época? Tenemos el relato de un auténtico englishman, el socialista Hyndman: “…ya estaba en el British Museum cuando éste abría sus puertas por las mañanas, y no salía de él hasta la noche, cuando cerraba sus puertas. De nuevo en casa, sólo se permitía unos breves instantes para descansar y cenar, y seguir trabajando luego hasta las primeras horas de la madrugada. Dieciséis horas diarias de trabajo era su ritmo habitual, y en no pocas ocasiones todavía añadía una o dos horas más. ¡Y qué trabajos realizaba!”.
Marx obtuvo su ticket de lector Nº 1833 en junio de 1850 (una tarea dificultosa, ahora como antes según dicen) comenzando a leer números atrasados de “The Economist” durante tres meses, seguido de periódicos y pamphlets. Al final de su vida, Marx sabrá más de economía política de la Gran Bretaña que los propios profesionales de la materia. En la década del ’60, cuando comenzó a alterarse su salud y la de Jenny (seguida de la muerte de varios de sus hijos), comienza a leer manuales de medicina, prescribiéndose curas a sí mismo, incluyendo dosis de creosota, opio y arsénico, los que tomó regularmente durante largo tiempo. En el viejo salón de lectura de la Montagu House Marx trabajó en textos tan famosos como “Address of the Central Comité to the Communist League” (1850), “Klassenkampf in Frankreich” y “Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” o “Lord Palmerston”. También de aquí salieron los malogrados artículos periodísticos (alrededor de trescientos) para el “New York Tribune” de Charles Dana, durante un cierto tiempo su único ingreso regular. En el nuevo Reading Room y su mítico escritorio “07”, Marx trabajó incansablemente en los famosos “Grundrisse”(acicateado por la crisis financiera de 1857), en la “Kritik” del ‘59 y por supuesto en “Das Kapital” (1867). En la desordenada mesa antigua que vio el espía prusiano fue donde anotaba con su grafía ininteligible en sus Citanhefte y Grundrisse, cuadernos de citas y resúmenes, para luego redactar en la noche, ya en su casa, la obra que maduraría para su publicación final. Versión para la imprenta que anotaba con letra clara su mujer Jenny (copista invaluable) o un ocasional secretario (un tal Pieper según la propia Jenny).
Pero no era sólo una tarea individual sino colectiva (cuando podía). Liebknecht recuerda estos días: “por aquella época se construyó las fastuosa ‘Reading Room’ del British Museum, con sus inagotables tesoros de libros. Y allí, donde Marx pasaba todo el día, nos llevaba continuamente. ¡Estudiar! ¡Estudiar! Éste era el imperativo categórico que a menudo nos gritaba en voz alta, y que ya se hallaba presente en su propio ejemplo, incluso en la mera visión de ese espíritu de continuo entregado al trabajo. Mientras los demás emigrantes forjaban planes para la revolución universal y se embriagaban día tras día y noche tras noche con sueños como ‘Mañana será el día señalado’, nosotros, hatajos de bribones, los bandidos, la escoria de la humanidad, pasamos el tiempo en el British Museum para aumentar nuestros conocimientos y preparar las armas y la munición para las batallas del futuro… En ocasiones no teníamos ningún alimento que llevarnos a la boca, circunstancia que, sin embargo, no nos impedía acudir al British Museum, pues allí se podía disfrutar de cómodas sillas para tomar asiento y en invierno una agradable calefacción, comodidades que faltaban en casa, si es que podía hablarse de un ‘domicilio’ u ‘hogar’”. Ya en 1863 Marx había tomado a su hija Laura como asistente en su trabajo en el British Museum y lo acompañaba a la biblioteca diariamente, a cuyo efecto le había conseguido una credencial de “Reader”. La edad mínima para entrar al “Reading Room” fue elevada en 1863 de 18 a 21 años y la credencial de Laura está fechada el 18 de mayo de 1863; fue obtenida por la recomendación de un empleado de la biblioteca y admirador de Marx, un tal A. Deutsch. Desgraciadamente, pues Laura no cumpliría los 18 años hasta septiembre siguiente, tuvo que firmar en la declaración jurada que era mayor de 21 años.
Marx no se contentaba con los libros que hallaba en el British: la novedades que tardaban en llegar a sus anaqueles trataba de adquirirlas y si el costo era muy alto, recurría a una práctica bien victoriana, ahora inusual: alquilaba los libros en la conocida biblioteca de renta de libros “Mudy” (fundada en 1842 y que quebró en 1937). El Soho no sólo fue una pequeña patria, también fue un secreto Gólgota familiar. Tres de los hijos de Marx murieron miserablemente en Dean Street: Henry, Franziska y Edgar (Mouche), muerto en brazos del propio Marx; allí también Marx tuvo a su hija preferida, Jenny (todas las hijas de Marx llevaban el nombre de su madre) Julia Eleanor, “Tussy”; y a un hijo ilegítimo con la fiel sirvienta Helene Demuth (Linchen), nacido en 1851 y bautizado como Henry Frederick Demuth, el único hijo varón que le sobrevivió, del cual Engels reconoció su paternidad.
Herzen, él mismo un exiliado político romántico que llegó a Londres en el verano de 1852, describía que en el Soho se encontraban “elementos incongruentes arrebatados del continente y depositados por las resacas y los flujos de la revolución en los barrios de Leicester Square y en sus calles traseras… una desgarrada población que usaba sombreros como nadie lo hacía, y pelambre donde no debería haber, una población miserable, golpeada por la pobreza… de los émigrés nada puede esperarse: son muertos que entierran a sus muertos” Fue precisamente lo que no esperaba Herzen (ni nadie): que de esta dialéctica material entre emigración política, pobreza extrema, alta cultura y la biblioteca más sofisticada del mundo, un desarrapado doctor en filosofía sin trabajo elaborara la teoría más revolucionaria a que se enfrentó el mundo bourgeois. ¿Habría podido ser de otra manera?