Un Proemio a la cuestión: Autonomía, sí, pero: ¿qué es?, ¿un shibbolet?, ¿santo y seña?, ¿una historiografía?, ¿un subproducto de la composición de clase?, ¿una cualidad de la explotación capitalista?, ¿una tendencia antagonista ontológica de las masas?,… Peor: ¿un juguete rabioso en manos de la desencantada "intelligentsia"? Quiero plantear aquí, con modestia y como primera reflexión, que el problema que nos presenta la autonomía en cualquier movimiento social es una paradoja que podía representarse con la famosa escena de Karl Friedrich Hieronymus, Barón de Münchhausen, (1720-1797), un héroe de lo imposible, cuando atrapado en una ciénaga con su fiel caballo simplemente supera la crisis tomando la coleta de pelo de su cabeza con sus propias manos y tirando hacia arriba sale del apuro. Textualmente: “Un día, galopando por los bosques de Münchhausen, traté de saltar con mi caballo sobre una ciénaga que encontré en mi camino. En medio del salto descubrí que era más ancha de lo que pensaba, por lo que, suspendido en el aire, decidí volver atrás para tomar mayor impulso. Así hice, pero también en el segundo intento el salto fue demasiado corto y caí con el caballo no lejos de la otra orilla, hundiéndome hasta el cuello en la ciénaga. Hubiéramos muerto irremisiblemente de no haber sido porque, recurriendo a toda la fuerza de mi brazo, así con él mi coleta y tiré con toda mi energía hacia arriba, pudiendo de esta forma salir de la ciénaga con mi caballo al que también conseguí sacar apretándolo fuertemente entre mis rodillas hasta alcanzar la otra orilla.”
La idea de la autoemancipación, la misma idea de multitud como poder constituyente, lleva en su seno una paradoja insoluble en la teoría, sólo posible de resolver en la práctica. Estamos fatalmente destinados a intentar salir de la ciénaga del capital de alguna forma, de buscar y diseñar colectivamente nuestra “coleta” en el candoroso suelo popular. No se trata de juegos de lenguaje, sino de la posibilidad práctico-histórica de la transición hacia formas superiores de comunidad. Porqué no usar la palabra adecuada: comunismo.
La palabra autonomía no surge por casualidad, ni es producto de mentes afiebradas en un lujoso “Café Marx”. No se trata tampoco de problemas lexicográficos que ameriten la edición de un “diccionario del comunismo”, ni de una “enciclopedia marxista”. Se trata de la emergencia, del surgimiento de un campo de vocabulario social que al mismo tiempo pone en escena la acción de individuos cooperativamente, que aunque incluso minoritarios en sus inicios, están decididos a transformar radicalmente la sociedad, resueltamente hostiles a ciertas formas perversas de individualismo, enemigos de la explotación, irreductiblemente anticapitalistas, pero, al mismo tiempo autocríticos con la propia tradición. ¿No es el lenguaje, en última instancia, el cimiento de la praxis? ¿No soy lo que digo (Heidegger), de alguna manera?
La idea autonomista ha sufrido un renacimiento, quizá una inflación en el nuevo movimiento anticapitalista (eufemísticamente mal llamado "antiglobalización"). Basta consultar la herramienta "Google Trends" y comprobar que las palabras más buscadas en Argentina son "autonomía" y "armas". Como concepto es tan antiguo como la lengua griega, como práctica determinada, acción colectiva específica, es reciente, surge con la instauración del capitalismo. Basta aquí reconocerle al naciente Cuarto Estado capacidad política independiente (Proudhon). La etimología es sabia: conduce a la idea del "darse-por-sí-mismo-la-propia-ley”" (autos: referido a sí mismo; nomos: ley). La autonomía es esencialmente un saber práctico de elegir el propio bien, y simbólicamente en griego tenía la idea pedestre de “orientarse-en-el-camino-justo-con-los-recursos-propios”. Autonomía se emparentó directamente con el materialismo (Berkeley), el escepticismo y el ateísmo (como no dejaron de señalar los diccionarios teológicos oficiales de la Iglesia). “Si Dios no existe, todo es posible” decía Dostoievski en la boca de uno de los hermanos Karamazov, Iván. Es que la autonomía como posibilidad práctica sólo es posible sobre el silencio de Dios y sobre la crítica al cielo de la política y el estado. ¿No es acaso la crítica de la teología el modelo de crítica de lo político? De una palabra técnica del vocabulario de la “Aufklärung” lentamente se deslizó a la semántica de los movimientos sociales. La expansión y popularidad va de la mano con el surgimiento y eclosión de una nueva figura de época: la multitud posfordista. Su raíz no es, paradójicamente, de auténtica cepa marxista, pero semánticamente es más precisa. Marx nunca habló de “Autonomie” para referirse al rasgo emancipatorio y revolucionario de la clase, sino de “Selbsttätigkeit”, algo así como autoactividad, que consistía en la enorme paradoja que conlleva para la clase: “abolirse a sí misma” (“sich Aufheben”). Un estado que sólo sería posible racionalmente como efecto no deseado de acciones racionales, al estilo de “sé espontáneo” o “saltar hacia abajo”. Esto señala una vasta cuestión reprimida: ¿es posible iniciar, estimular, organizar autonomía?.
Autonomía, ¿una práctica sin teoría?: ¿qué es autonomía? Autonomía es sin lugar a dudas una cifra de la modernidad capitalista. Podemos repetir con Negri que más que un concepto teórico es una práctica, que es probablemente lo que le faltaba al último Castoriadis. El suyo era un concepto muy filosófico que se basaba en una autonomía psicológica, analítica, de la independencia de sentir y actuar, al mejor estilo utópico del “Yo fuerte” de Freud. Es una afirmación teórica cuasi natural ligada al pensamiento psicoanalítico más clásico o incluso a teorías nuevas de la individualidad y la capacidad ontogenética en entornos hostiles (“resilencia”). Descartemos este camino introspectivo. La autonomía es un concepto eminentemente trans-político (aquí difiero con Toni) ligado a la emancipación social, a la resistencia, a la capacidad de expresión no solamente de libertad sino de contenidos específicos históricamente determinados. Autonomía es más Marat y menos Robespierre. Un rasgo histórico es su anti-institucionalidad radical. No se trata solamente de libertad, sino de un crecimiento antropológico que provoca una acumulación de deseos, de necesidades, de voluntad, es, sobre todo, un fenómeno colectivo, es profundamente cooperativo y materialista. La autonomía es del común, es un predicado del trabajo vivo en la época de la subsunción real. De alguna forma una hipótesis ontológica y materialista fuerte, que debe ser permanentemente contrastada. Quisiera en un próximo artículo referirme a la actualidad de la "co-investigación" en la militancia y el activismo posmoderno.
Esta palabreja ya no tiene para nosotros una especial relevancia o resonancia, no tiene “aura”. La filosofía moderna, el nudo desatado por la “Aufklärung”, creyó haber descubierto, en el concepto de autonomía como autoconciencia, no sólo un principio metodológico determinante sino también el fundamento para una existencia ilustrada autónoma, es decir: el principio de actuar y pensar que parte de sí mismo. Políticamente, trasladado a la práctica material, con el rechazo de toda autoridad formal, de toda tradición y costumbre, de todo lo tradicionalmente dado, sintetizaba de alguna manera el instinto material de la Revolución Francesa. La autoconciencia, la autodeterminación y la autonomía se hicieron principios básicos de “la” praxis racional y revolucionaria. El término era aquel con que Kant denominaba, en su Crítica de la razón práctica, la capacidad de la razón humana de darse a si misma leyes morales, sin derivarlas ni de algo inferior (deseos, intereses egoístas, etc.) ni de superiores (Dios) o exteriores y formales (autoridad, tradición, estado). Autonomía es negar toda trascendencia. Si las reglas de la propia acción vienen de alguna manera derivadas de otra cosa que no sea la razón del sujeto, nos encontramos en una situación de heteronomía. Palabreja difícil, pero que significa que se imponen leyes externas o ajenas al sujeto. Kant aquí sólo traspasa, al ámbito de la ética y la filosofía práctica, algo que ya había realizado Rousseau en la teoría política: para éste la democracia directa era aquella forma constitucional, constituyente y constituida, en la cual el ciudadano es soberano, es autónomo, en cuanto él como sujeto es en acto poder legislativo y ejecutivo, y es el súbdito de sus propias y autogeneradas políticas. Análogamente Kant afirmaba que la moralidad, el momento ético, debe ser la sumisión incondicional a leyes que nuestra propia razón se ha impuesto. En sus propias palabras: “un hombre dependiente ya no es un hombre, ha perdido toda dignidad, no es más que el accesorio de otro hombre”. Es el valiente grito de “¡Sapere aude!”, que reflejaba distorsionadamente la convulsión de la irrupción de revoluciones populares que desbordaban por izquierda todo límite y medida. Es decir: la autonomía nace como práctica en la lucha de las masas contra los príncipes y señores, contra el Estado-Iglesia, contra el absolutismo, contra una forma estado histórica, una larga marcha que arrancaba con la teoría calvinista de la revolución, las prácticas autónomas en la “Gloriosa” revolución inglesa (levellers, diggers, etc.) desembocando en la revolución francesa. Con la autonomía el antagonismo, sí o sí, deviene social. Podemos adelantar una hipótesis: que la palabra autonomía en el lenguaje político de las masas surge paralelamente y entrelazada con otra: comunismo. Que ambas nacen de las luchas populares contra el absolutismo y la teología. Autonomía como razón práctica es la libertad en sentido positivo, simplemente independencia de la voluntad humana de las condiciones fenoménicas, de toda determinación necesaria de parte de las inclinaciones sensibles (apetito, impulsos, etc.). Esta sería la condición que hace posible la escisión consciente entre la autonomía y la heteronomía. De acuerdo, el dominio sobre sí mismo, pero esta máxima contiene una paradoja. El dilema de toda autonomía puede sintetizarse como “intenta conseguir el dominio sobre ti mismo, pues exclusivamente bajo esa condición te capacitas para poner en práctica los fines para contigo mismo”. Organízate desorganizándote, construye sin cimientos sólidos, represéntate sin el fantasma representativo. El barón nos sonríe mientras tira y tira de su coleta.
El dominio del movimiento sobre sí mismo, ese momento de autonomía y cooperación, es previo a todo lo demás. Es la base sin la cual no hay condición de ser contrapoder real. La decadencia del problema, su “olvido” en la propia tradición política revolucionaria, su desaparición de toda la filosofía política contemporánea e incluso del marxismo “oficial” es algo que aún deberá ser explicado. Lo cierto es que sucumbió bajo la ideología jacobino-burguesa o lo que es lo mismo: la idea autonómica fue lentamente desapareciendo desde 1789 de la propia filosofía burguesa. Sobrevivió en intersticios sofocados bajo instituciones y represión del estado. Aparecía como idea brillante y bruñida en el cromado de las luchas de clases pero como un reflejo agónico, apenas visible en el momento kairológico. Era el clímax de la multitud en su creatividad revolucionaria, pero era eso: el clímax. Si el comunismo aparecía como un horizonte último y a veces utópico, la autonomía era simplemente impensable. Muchas de estas historias de la biopolítica de las masas como autonomía fueron rescatadas por historiadores desde abajo (Avrich, Soboul, Rudé, Thompson, Hill, Montgomery, etc.), historiadores-militantes (Mothé, Montaldi, Bologna, Rawick, etc.) o del “otro” movimiento obrero (Roth, Lucas, etc.). Paralelamente a su decadencia en la filosofía política de la burguesía consolidada, su papel en la tradición de Engels y Marx fue polémica: se redujo el marxismo a una técnica pura de la organización, se le colocó el signo igual con “partidismo”. Robespierre finalmente ahogó a Marat. Marx se redujo dramáticamente a una fórmula de trepanación del cráneo proletario: sólo había que saber colocar la conciencia socialista justa desde el exterior en el Golem obrero. La historia material de las masas sólo era una mera ilustración sociológica del oráculo del Comité Central. El dilema del Barón se transformaba en el problema del Comisario Político. Ya todos sabemos en que terminó esta caricatura del pensamiento socialista.
Lo podemos decir claramente: la palabra autonomía generaba en la ortodoxia automáticamente un “vade retro, exorciso te!”. Se suponía, en un pistoletazo de filosofía y política, que condensaba todos los males del canon anti-marxista-leninista: economicismo, espontaneísmo, anarquismo, seguidismo, diletantismo, etc. Y se pudo ver como la paradoja autonomista sobrevolaba las grandes discusiones en el movimiento obrero del siglo XIX, en la diferencia entre partido, sindicato y clase, en las primeras internacionales, en el uso de herramientas ofensivas (huelga general), en los debates internos sobre organización, incluso en los dramáticos días antes y después de la toma del poder en Rusia. Y en la España de los '30. Sí la autonomía podía ser sobrevalorada por cierta historiografía de la espontaneidad, si ella como cualidad y conducta de masas podía ser estimulada antes de la toma del poder (incluso incorporada en la ortodoxia), una vez establecida la razón de estado se volvía algo molesta, era un obstáculo contrarrevolucionario a lo “Kronstadt”, un rasgo infantil del instinto de las masas que el partido leninista corregiría.
La autonomía de la clase era el verdadero “Deus absconditus” en la dinámica de la tradición utópica-práctica, aunque su centralidad seguía sofocada y su génesis ontológica ignorada.
La historia parece ser la desventura de la autonomía (más que de la dialéctica, con perdón de Merleau-Ponty)...