lunes, octubre 01, 2007

La Moral de la Historia: adiós a André Gorz


El 24 de septiembre de 2007, en una callejuela sin nombre en una pequeña aldea llamada Vosnon de la región del Ausbe, murió Gerhard Horst. Se suicidó junto con su mujer de toda la vida, Dorine. Nos era familiarmente conocido en su dimensión filosófico-política con el seudónimo de André Gorz; cuando ejercía de periodista utilizaba al alias Michel Bosquet. Para llegar a Vosnon hacer falta separarse de las autopistas, tomar por carreteras secundarias y angostas, luego preguntar a los lugareños por al casa de Gorz y llegar a una casa sólida, de ladrillos rojos, con un jardín guardado por dos árboles centenarios. La biblioteca está en la planta baja en un salón amueblado a lo Esparta: dos grandes sillones sin estilo reconocible, una mesa redonda, cuatro sillas rectas y un televisor pasado de moda. “Prévenir à la Gendarmerie” (Avisen a la policía), un simple mensaje sobre la puerta indicaba el drama desatado. ¿Otro filósofo desencantado que cumple esa tradición inexorable de los intelectuales en situación? Estremece el compararlo con otros casos trágicos famosos: Arthur Koestler, Nikos Poulantzas… Como decía Bloy a propósito de Cervantes, Gorz fue un hombre recto y sabio, en el fondo, su vida fue trabajosa y sospechosa. Trabajosa porque desde su infancia fue un extraño, un sin-identidad; sospechosa porque su extrema autonomía lo hacía en todo tiempo y lugar un renegado inclasificable.

Una epistemología del exilio: Los hechos de la vida de Gorz son tan problemáticos como su propia obra. Nació en la Viena postrevolucionaria en febrero de 1923. Hijo de un comerciante judío de maderas y de una madre católica ultramontana antisemita. Era básicamente un bastardo y un Entfremdung en los términos socioculturales de la Europa Central. En el creciente clima antisemita su padre se convierte al cristianismo en 1930 y bautiza a Gorz. Educado en un milieu culto, recibió una típica educación Staatsvolk austroliberal, disfrutó de la influencia del modernismo reaccionario de la Viena liberal-aristocrática, incluida la riqueza del marxismo austriaco y las paradojas del freudismo. Viena, un laboratorio sociocultural que para Karl Kraus era “el campo de pruebas para la destrucción del mundo”, que se regía por ese principio divino de los Habsburgo: “Ruhe und Ordnung” (Ley y Orden). Viena era contradictoriamente burguesa y el éxito financiero era la base de una sociedad patriarcal. El liberalismo había fracasado en la vida política y su edad heroica había concluido en 1848. Sin embargo por sobre el cadáver liberal se imponían grupos políticos más impetuosos como los movimientos de la clase obrera capitaneados por Víktor Adler (un judío bautizado cristiano) o las masas medias católicas del demagogo antisemita Karl Lueger o el multiclasista movimiento pangermano de Georg Ritter von Schönerer, o el sionismo radical de Theodor Herzl. De Viena salieron tanto la política de la Solución Final de los nazis como la ideología del estado judío sionista. Pero igualmente era una capital burguesa. En la vieja Viena se podría en verdad decir, con Marx, que “la burguesía había arrancado de la familia su velo sentimental, y había reducido la relación familiar a mera relación de dinero”. En 1938 los austriacos deciden unirse voluntariamente a la Gran Alemania de Hitler, se produce el Anschluss. Ante la movilización general en 1939 en vísperas de lo que será la Segunda Guerra Mundial, su madre lo interna en una institución católica en Lausana (Suiza). Gorz tenía quince años. Pasó toda la guerra allí. Se enteró que su padre había sido expropiado, que lo habían desalojado de su piso, que la edad y el matrimonio mixto con una aria lo habían salvado de los campos de la muerte. En el bachillerato suizo decide negar su identidad alemana y su idioma natal. Rompe con todo lo germano, abandona las tradiciones nacionales y culturales, renace intentando construirse libremente su propia identidad. Mayo de 1940: este adolescente inquieto, crítico y convulsivo es testigo de la ignominiosa derrota de Francia en pocas semanas. La humillación nacional gala, pueblo representante del iluminismo y las mejores tradiciones democráticas, lo hacen identificarse con Francia. Adopta la nacionalidad y el idioma: no hablará más en alemán durante 44 años. Decide estudiar ingeniería química en la École d’Ingenieurs, profesión que jamás ejerció. Paralelamente devora libros de filosofía y de psicología. Realiza cursos paralelos de filosofía en la universidad durante un semestre: “Me pareció tan grotesco que me burlaba públicamente de los profesores. Nunca volví”. Hace pequeños trabajos, enseña inglés. Su primer trabajo serio y formal será como traductor de las novelas americanas para una casa editora suiza. Publica sus primeros artículos en el diario de un movimiento cooperativo. Participa en círculos izquierdistas con estudiantes de Letras, se reúne en clubes de estudio de la obra de un joven profesor de liceo llamado Jean Paul Sartre.

Momento sartreano: Sartre era todavía un filósofo de culto, había estudiado la fenomenología en el mismo Berlín, incluso había conocido a Heidegger. Tenía publicado tres libros filosóficos: “La imaginación” (1936), “Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la Imaginación” (1940) y “Bosquejo de una teoría de las emociones” (1939), todos eslabones hacia su opera magna: “L'Être et le Néant”. Gorz viaja en 1941 a Génova para re-encontrarse con su madre. Casualidad o no, en una pequeña librería repleta de literatura fascista descubre dos libritos de Sartre en francés: “La Náusea” (1938), un roman philosophique y “El Muro” (1939), recueil de nouvelles. Gorz sólo conocía sus libros de filosofía, ver a un filósofo escribiendo ficción le pareció deslumbrante. Compra ambos libros, los lee y relee, le parecen fantásticos: “Era exactamente lo que yo podía sentir, lo que podía gustarme, lo que podía seducirme intelectualmente”. En 1943 aparece en Gallimard “El Ser y la Nada. Ensayo de ontología fenomenológica”, libro abrupto, compuesto de 722 páginas, a gran tamaño, del que todos hablan y pocos han leído cabalmente. Lo estudia con furia obsesiva durante tres meses. Lo asimila totalmente: “Fui, creo, el primer sartreano convencido e incondicional”. Cuando ya un Sartre famoso y polémico visite Lausana en 1946 para dar unas conferencias, Gorz se obliga a conocerlo en persona. También a la eterna “Castor”, Simone de Beauvoir. Decide ir a París, porque era poder ir a donde trabajaba y vivía Sartre. Se pone a escribir lo que para Gorz será la continuación lógica de “El Ser y la Nada”, la segunda parte que Sartre anunciaba al final de su obra (“En particular, la libertad, al tomarse como fin en sí misma… ¿escapará a toda situación? ¿O por el contrario, permanecerá situada?... Todas estas preguntas… sólo pueden hallar respuesta en el terreno moral. Les dedicaremos próximamente otra obra”) y que jamás escribirá. Le presenta a su maestro un asombroso manuscrito de 700 folios, él un absoluto desconocido, un marginal sin patria. Esa primera obra quedará en el anonimato durante veinte años; será publicada con el título “Fundamentos para una moral” en 1977 por Galilée. Hay tiempo para el amor: en la misma Lausana durante un baile popular en la plaza de Saint-Suplice un 27 de octubre de 1947 conoce a otra apátrida, la inglesa Dorine. Bailan toda la noche y jamás se separarán. Se convertirá en su mujer en 1949 y por libre decisión mutua no tendrán hijos. Será su mejora lectora y confidente, su archivista y secretaria ocasional. Le dedica todos sus libros en inglés: “A Dorine more than ever”, “A Dorine again, again and evermore”…

Mientras profundiza sus afinidades electivas y su compromiso militante al mejor estilo de Antoine Roquentin (“Naturalmente, yo era revolucionario. Estaba en contra de esta sociedad de mierda que me rodeaba, contra la represión…”) se lanza a aplicar el ya llamado método existencialista de autoanálisis a sí mismo. Su motto será una frase de Sartre: “cualquiera que sean las circunstancias, en cualquier lugar que sea, un hombre es siempre libre de elegir si será un traidor o no”. El producto febril será un libro, “El traidor” (1958), con un extenso prefacio de Sartre de cuarenta páginas, una obra política donde intenta “se restituir tout, comme venant de lui-même”, considerada por Gorz como un “travail de libération”. Aplicando una fusión entre existencialismo y marxismo Gorz insiste sobre la potencialidad de la autoproducción de nosotros mismos como emancipación. Su “uso” de Marx es muy particular: abandona el texto canónico y utiliza para horror de la vulgata marxista los textos juveniles recién descubiertos en Occidente, en especial los así llamados “Manuscritos de Paris” (1844), “La Sagrada Familia” (1844) y “La Ideología Alemana” (1845). Sin saberlo empalma con toda una contracorriente de crítica a la vulgarización de Marx y de crítica al modelo paleoleninista: el Marxismo Occidental. En el centro se encuentra siempre la cuestión de la autonomía del individuo como condición sine que non de la construcción de un movimiento emancipatorio de masas. La liberación individual y colectiva no se da en etapas, sino se condicionan, a pesar nuestro, mutuamente. Utiliza el seudónimo de André Gorz, Gorz por un pueblo de Austria donde su padre le regaló sus primeros anteojos. En junio de 1949 ingresa a trabajar en el secretariado internacional del “Mouvemente des Citoyens du Monde”, al mismo tiempo que es secretario de un attaché militar de la embajada de la India. Su entrada en el “Paris-Presse” marca su debut como periodista con el nombre de Michel Bosquet (la traducción al francés de su propio apellido, Horst, Bosquet: bosque). Aquí conocerá a Jean-Jacques Servan-Schreiber, que en 1955 lo reclutará para un magazín económico novedoso llamado “L’Express”. En 1959 edita su segundo libro, el primero en ser traducido al español: “La Morale de l’historie”, editado por FCE de México en 1964 como “Historia y Enajenación”. Critica amargamente al Partido Comunista Francés (y con él al molde bolchevique), al posibilismo y a la “Realpolitik” disfrazada de socialismo factible, desarrolla una teoría de la enajenación y define al proletariado como “vocación a la libertad”, ya que está condenado en su destino “a actuar, a impugnar y a reivindicar en su propio nombre, sin fiador trascendente, en nombre de la existencia desnuda. Está destinado a la autonomía”. Desmonta al “marxismo trunco”, una ideología de segunda mano que sólo encubre verdades de aparatos y relaciones de poder. Su posicionamiento a la vez anti-institucional, anti-economista, anti-estructuralista y anti-autoritario es radical y convulsivo. Su ruptura con Sartre ya estaba escrita allí. Las ideas de Gorz participan, sin tener él conciencia de ello, de una amplia ruptura teórico-práctica a escala mundial que intenta recuperar al verdadero Marx, tanto en espíritu como en letra. Movimiento de autocrítica que se asemeja en sus contenidos tanto en Alemania (Marcuse, Dutschke, Krahl) como en Italia (Panzieri, Montaldi, Alquatti, Tronti) o los EE.UU. (tendencia Johnson-Forrest). Mientras tanto comienza a colaborar con la mítica “Les Temps Modernes”, la revista fundada por Sartre y Merleau-Ponty en 1945, se incorpora al comité de dirección en 1961 (en el figuran, aparte de Gorz y Sartre, Simone de Beauvoir, Jacques-Laurent Bost, Claude Lanzmann y Jean Pouillon); escribirá en casi todos su números entre 1967 y 1974 y abandonará la revista en 1983. El grupo de LTM pasará por varias escisiones y discusiones de ruptura: primero la agria polémica entre Sarte y Albert Camus, luego el fracaso de darle a la revista una forma organizativa militante (el “Rassemblement Démocratique Révolutionnaire” en 1948), finalmente el debate entre Sartre y Merleau-Ponty sobre el giro stalinista del grupo. En 1964 se va de “L’Express” (junto con un grupo formado por Jean Daniel, Serge Lafaurie, Jacques-Laurent Bost, K. S. Karol) para fundar “Le Nouvel Observateur”. Haciéndose eco de ciertas críticas de Merleau-Ponty hacia la nueva posición de Sartre, que aquel denominaba “ultrabolchevismo” (y donde no existía dialéctica en la historia ni condicionamiento serio de lo material) se preocupa cada vez más por cuestiones de economía política como via regia para construir una duradera y legitima dirección política de la clase obrera. Gorz sufre la influencia y la amistad de Herbert Marcuse, llegando en forma de eco algunas tesis de la “Escuela de Frankfort”, en particular el approche que supera el estrecho economicismo en el análisis de lo social.

Autonomía, autogestión, control obrero: “reformas revolucionarias”, tal fue el nuevo giro copernicano en su libro “Stratégie ouvrière et néocapitalisme” (Editions du Seuil, 1964). Aquí intenta superar una falsa dicotomía instalada desde los tiempos de Kautsky en las izquierdas: la contradicción entre la transformación revolucionaria de la sociedad y las luchas diarias por la búsqueda de mejoras parciales, tan necesarias. Gorz afirmaba: “Es una vieja pregunta: ¿reforma o revolución? Era (o es) primordial cuando el movimiento obrero tenía (o tiene) la elección entre la lucha por reformas o la lucha armada. Pero ese ya no es el caso de Europa Occidental. Por lo tanto esa pregunta ya no es una disyuntiva: sólo existe la posibilidad de ‘reformas revolucionarias’ que tengan como objetivo la transformación radical de la sociedad”. Se disuelve a lo largo del libro la rigidez antinatural en la relación reforma-revolución; la reforma no sólo puede ser un mecanismo de integración hacia el hombre unidimensional. La revolución y la transformación del sujeto colectivo es un tortuosos camino de aprendizaje y acción. Gorz intercambia ideas y se empapa de la nueva izquierda italiana como Garavani, el comunismo neokeynesiano de Bruno Trentin, de sindicalistas libertarios como Victor Foa. En Francia Gorz es considerado “le chef de file intellectuel de la tendente ‘italienne’ de la novelle gauche” (Contat), ejerce una influencia moderada en los militantes sindicales de la CFDT (Confederación Francesa Democrática del Trabajo) y en los estudiantes de la UNEF. Reflexionando sobre la realidad del control en la producción y las formas de autogestión, escribirá “Le Socialisme difficile” (Editions du Seuil, 1967), donde resume diversas posiciones y ácidamente desvela la verdad de la entonces de moda “via yugoeslava” al socialismo. En cuanto a la realidad de una nueva clase obrera integrada al sistema Gorz señala con visión estratégica: “El capitalismo monopólico civiliza el consumo y las distracciones para no tener que civilizar las relaciones sociales, es decir: las relaciones de producción y trabajo; aliena los individuos en su trabajo, lo cual le permite alienarlos mejor en el consumo; y a la inversa, los aliena en el consumo a fin de alienarlos mejor en el trabajo”. La autogestión como proyecto político alternativo al pantano del paleoleninismo termina “frente a las necesidad de las decisiones centralizadas nacionales y regionales”, esos son sus limites objetivos y aunque tiene ventajas, “no elimina el peligro de las esclerotizaciones burocráticas, ni impide que los trabajadores, individual o colectivamente, se consideren meros instrumentos de producción”. Gorz avisa a la nueva izquierda contra un intento de hacer de la autogestión otro fetiche ideológico vacío. El título señala la paradoja: el socialismo no está pasado de moda (ninguna de sus reivindicaciones históricas son realidad) pero es necesario abandonar las concepciones primitivas de traspaso de la teoría a la práctica y viceversa, para dar un significado actual a ese concepto.

Sus diferencias con el sartro-marxismo comienzan sintomáticamente después del Mayo del ’68 pero parece que el fracaso y reflujo también influyó en la obra del propio Gorz: abandonará para siempre la búsqueda de una solución para el orden social capitalista centrada en la emancipación humana. Le impacta el espontaneísmo y la lucha contra la forma estado: las instituciones. En 1969 publica “Réforme et revolution” (Le Seuil), vuelve a considerar la idea de una organización o de la forma-partido, surge la dimensión política “sin la cual ni siquiera puede imaginarse una ‘estrategia ofensiva’: este instrumento es el partido revolucionario”. Ahora Gorz desconfía del trabajo de hormiga en el movimiento obrero, del tacticismo y la paciencia revolucionaria, de la acumulación de reformas cuantitativas hacia el gran salto. De ahora en más, como escribe en LTM “la transición del capitalismo al socialismo no será progresiva y casi imperceptible, sino producto de una lucha final… La clase obrera no concretará su unidad política y no protestará con violencia por conseguir un 10% de aumento salarial o 50.000 viviendas obreras más… El problema fundamental de una estrategia socialista es, por tanto, crear las condiciones objetivas y subjetivas que posibiliten acciones revolucionarias de las masas y hacer lo posible para que estas luchas con la burguesía puedan sostenerse y ser ganadas”. Su visión existencialista y fuertemente subjetiva le hace preocuparse por todo aquellas máquinas institucionales que limitan la libertad del hombre. Lo influyen las ideas maoístas tan populares entre la intelectualidad francesa de esa época. Conoce a Ivan Illich y sus tesis sobre el fin de la educación formal, la muerte de la familia, etc. que se imponen en el centro de su trabajo. Publica varios textos de Illich desde 1969 y en 1974 lo visita en California. Al mejor estilo Gorz abandona los viejos pertrechos, que había defendido con pasión y abraza lo nuevo con una radicalidad productiva. En LTM sus relaciones se degradan, intenta publicar en abril de 1970 un texto casi anarquista, “Détruire l’Universite”, que produce una discusión interna que termina con la salida de Pontalis y Pingaud; finalmente en 1974, con la excusa de un desacuerdo sobre un número especial dedicado al grupo de la izquierda italiana “Lotta Continua”, dimite. Después de la muerte de Sartre en 1980, como en una promesa, no colaborará nunca más.

Ecología, Politica: los diversos adioses: ya en “Le Nouvel Observateur” Gorz (ahora Bosquet) paralelamente realizaba un viraje hacia la cuestión ecológica, modificando sus textos de economía hacia una campaña contra la energía nuclear. Pero sus artículos de fondo sobre el tema encontrarán en la revista ecológica mensual “Le Sauvage”, fundada por Alain Hervé, su lugar de difusión ideal. Varios de esos artículos se unirán en forma de libro bajo el título de “Écologie et politique” (Galillée, 1975), en el cual el seminal “Écologie est liberté” constituirá según los especialistas uno de los textos fundadores de la problemática ecológica tal como la conocemos hoy. A través de un pensamiento antieconomicista, antiutilitarista y anti productivista Gorz desarrolla la idea de la autolimitación como proyecto social subversivo: “Sin una lucha por tecnologías diferentes, la lucha por una sociedad diferente será en vano”. El productivismo es la otra cara de la búsqueda incesante de beneficios y del totalitarismo en la vida política. La crisis ecológica no es más que el epifenómeno de la crisis de superproducción. Su apelación es a una revolución ecológica, social y cultural “qui abolisse les contraintes du capitalismo”.

Aunque se diga adiós al proletariado en cuanto a sustancia metafísica (porque se reconoce que la fuerza transformadora que se le había atribuido a la forma-partido no es capaz de construir una nueva sociedad) Gorz considera que esta tesis es transferible, sin más, a todo el movimiento obrero. Esta es la conclusión de su libro más polémico “Adieux au prolétariat” (Galilée, 1980) y el de más suceso: la primera edición vendió más de 20.000 ejemplares. El tema central será la liberación del tiempo de trabajo y la abolición del trabajo asalariado. Influenciado por Louis Dumont que acusaba a Marx de partir de la misma matriz ideológica que el liberalismo (el homo oeconomicus, un individualismo metodológico egoísta-hedonista), Gorz se despacha con un ataque virulento contra el culto a la ontología proletaria, contra la herencia hegeliana, contra la dialéctica, contra el contexto histórico del socialismo, contra la centralidad de la fábrica y en especial contra todas las categoría de la sociedad salarial. La clase obrera occidental clásica ya no puede provocar un salto, una Aufheben, una superación: se ha mostrado incapaz de convertirse en una Gestalt unificada de un sujeto dotado de voluntad y conciencia, de ser futuro. Con la crisis de las figuras del trabajo fordista, Gorz reclama la nueva y potencialmente subversiva figura del “No-clase”, que define como “una capa que vive del trabajo como una obligación exterior… la que llamo como una ‘no-clase’ de ‘no-trabajadores’: su objetivo no es la apropiación sino la abolición del trabajo y del trabajador. Y por esto es portadora de futuro”. La alternativa se modifica en un giro copernicano: “está entre la abolición liberadora y socialmente controlada del trabajo o su abolición opresiva y antisocial”. En “Les Chemins du paradis” (Galilée, 1983) replica a muchas sensibilidades marxistas vulgares heridas, e identifica tanto a la ortodoxia de la izquierda institucional como a la Realpolitik como las dos caras de la misma moneda. El cambio de la relación entre capital y trabajo (el fin del fordismo se asemeja “la agonía de un Orden que aún, durante mucho tiempo, puede sobrevivir a su propia muerte sepultándonos bajo sus aparatos inertes”), es el fondo de este trabajo escrito en forma de veinticinco tesis, algunas de las cuales atacan el sancta santorum del progresismo y las verdades reveladas. La abolición de la relación salarial, la disolución del lazo del dinero (vieja aspiración de sus primeras obras: eliminar la enajenación entre lo hombres) y la particular separación entre riqueza y ley del valor ocuparan sus últimos libros políticos: “Misères du présent, richesse du posible” (Galilée, 1997), ampliamente elogiado por Toni Negri, y en especial su análisis del capitalismo cognitivo en “L’immatériel” (Galilée, 2003). Sus últimas posiciones critican el nuevo trabajo autónomo del posfordismo así como el derecho a una renta básica universal de existencia, supuesto punto de ruptura más allá del capitalismo.

El filósofo y su mujer: su último libro es una obra de amor. Se titula: “Lettres à D. Histoire d’un amour” (Galilée, 2oo6). Será su último texto, setenta y seis páginas de devoción a su compañera. Comienza con una confesión muy bella: “Acabas de cumplir 82 años. Sigues siendo tan bella, graciosa y deseable como cuando te conocí. Hace cincuenta años que vivimos juntos; y te amo más que nunca. Hace días te dije que había vuelto a enamorarme de ti. Y tu vida desbordante me hace feliz, abrazando tu cuerpo contra el mío”. Gorz recuerda su vida en común, sus condiciones de desterrados, su soledad fruto de la moral y la autonomía. Su descubrimiento de una identidad inmaterial en el amor que supera a la muerte. Sufren de enfermedades largas y crueles. Ninguno podrá soportar la carga de sobrevivir al otro. Si el individuo lleva su hybris autónoma, reconocía Gorz, el resultado tiene que ser necesariamente la soledad, “en el sentido existencial, o sea la conciencia de que es imposible hacer compartir mis certezas personales por los demás…”. ¿Podremos compartir la decisión de quitarse la vida desde su propia moral? Nunca fueron tan sartreanos como ese fatídico 24 de septiembre cuando descubrieron que la muerte transforma la vida en destino. Como decía Simone de Beauvoir: “Mi muerte no detiene mi vida sino cuando ya estoy muerto, y para la mirada del otro. Pero, para mí vivo, mi muerte no es; mi proyecto la atraviesa sin hallar obstáculos. No hay barrera alguna contra la que venga a tropezar en pleno ímpetu mi trascendencia; muere de sí misma, como el mar que viene a lamer una playa lisa, y que se detiene y no va más lejos”…

Foto: André y Dorine, circa 1947

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